martes, 23 de noviembre de 2010

IOM




Los antiguos llamaron a Júpiter el Óptimo Máximo. Estas dos palabras contienen el germen de una revelación y, en tanto que poseedoras de la esencia del Ser Supremo, pueden considerarse expresivas de su naturaleza íntima.

Así, Dios amabilísimo sería el único fundamento de lo amable. Llégase a esta verdad por la siguiente reducción al absurdo. El principio que colma todas las virtudes ha de ser necesariamente lo más grande concebible. Si aquello que es fuente y origen de lo mejor pudiera ser circunscrito por lo peor, el mismo orden universal se transtornaría. Pues aceptado que hay el sumo bien limitación, tanto es esto como decir que no hay tal bien sumo. Y si no hay sumo bien, dase el sumo mal, que predomina sobre aquél y lo domeña.

Quienes han imaginado bien y mal como dos círculos en intersección, rehuyendo la pregunta sobre cuál sea el mayor o continente y cuál el menor o contenido, han supuesto en ambos una autonomía e independencia recíprocas, a semejanza de lo que se predica del área no común de los círculos intersectos. Es éste un subterfugio dualista que, a fuerza de negar a Dios su condición, escinde y duplica al mundo, alienándolo de la suya.

Luego, salvo que atribuyamos a una alucinación el valor probatorio de los razonamientos sanos, concluiremos que si el bien no es absoluto en último extremo, no hay ningún modo de acotar el mal, quedando todo apresado en el caos primigenio o en la nada indiferente.

La fe en Dios ha sido en base a estas premisas la tesis necesaria, aunque incomprensible, derivada de la constatación de la bondad de la creación. Lo bueno, si no lo es sólo en apariencia, conduce a lo infinitamente mejor. E converso, sin la idea viva de lo óptimo nuestra alma no sabe instalarse en regiones templadas y se precipita en la sima de lo pésimo. En ausencia de la noción acuciante de lo máximo todo a nuestro alrededor decae y recula, viéndose el horizonte obligado a replegarse en los estrechos márgenes del yo.

Así, el sumo bien no puede pensarse, pero puede desearse; no puede afirmarse, pero debe suponerse. Nexo entre la realidad y la suprarrealidad, entre la moral y la supramoral, es síntesis y sustento de arquetipos sin los cuales el mundo no acierta a ser igual a sí.

sábado, 20 de noviembre de 2010

Romanesca




Non cedere




Mientras otros se esmeran en la elección de un aire bueno y se preocupan singularmente por hallar una morada saludable, tú estudia el trato humano y sé juicioso en elegir tus compañías. Los aspectos, conjunciones y configuraciones de los astros, que mutuamente varían, intensifican o reducen sus influencias, no son sino las variedades de la conversación más cercana o más lejana de unos con otros, y son como la compañía de los hombres, por la cual éstos se hacen mejores o peores e incluso intercambian sus naturalezas. Dado que los hombres viven por ejemplos y de continuo están imitando alguna cosa, ordena tu imitación con arreglo a tu mejora, no a tu perdición. No busques rosas en el jardín de Atalo o flores sanas en una plantación ponzoñosa. Y como apenas hay nadie malo, sino que otros son peores para él, no tientes al contagio por proximidad ni te arriesgues a la sombra de la corrupción. Aquel que no haya sufrido tempranamente este naufragio, y en sus días juveniles escapara a esta Caribdis, puede tener un feliz viaje y no entrar en el puerto con velas negras. La conversación con uno mismo, o estar solo, es mejor que esa compañía. Algunos escolásticos nos dicen que está solo en estricto sentido aquel con quien no hay ningún otro de la misma especie en el mismo sitio. Nabucodonosor estuvo solo, aunque estaba entre las bestias del campo, y se puede decir aceptablemente que un hombre sabio está solo aunque esté rodeado de una turba de gente poco mejor que las bestias. Aquellos que no piensan, que no han aprendido a estar solos, se encuentran en una prisión para sí mismos si no están con otros, mientras que, por el contrario, aquellos cuyos pensamientos están en una feria prefieren en ocasiones retirarse en compañía, estar fuera de la multitud de sí mismos. El que necesita tener compañía tendrá necesariamente a veces mala compañía. Sé capaz de estar solo. No pierdas el beneficio de la soledad y la sociedad de ti mismo, ni te limites a conformarte, antes bien deléitate en ser solo y único con la Omnipresencia. Para el que está así dispuesto, el día no es inquieto ni la noche negra. La oscuridad podrá atar sus ojos, no su imaginación. Yacerá en su lecho como Pompeyo y sus hijos, en todos los puntos cardinales, especulará sobre el Universo y gozará del mundo entero en la ermita de sí mismo. Así, la antigua ascética cristiana encontró un paraíso en un desierto, y con poca conversación en la Tierra tenía una en el cielo; así, aquellos hombres hacían astronomía en cuevas y, aunque no contemplaban las estrellas, tuvieron la gloria del cielo delante de ellos.


Thomas Browne

lunes, 15 de noviembre de 2010

La moral absoluta




En nuestros genes, o en nuestros corazones, por hablar como Tomás de Aquino y los clásicos del iusnaturalismo, está el sentido racional que nos permite discernir lo justo y lo injusto. Pero, a diferencia de lo que divulgó el corruptor Rousseau, no está ahí la inclinación a la justicia. El hombre es educado y castigado desde su infancia para enderezar sus pasiones. La existencia misma de la ley en toda sociedad nos recuerda que ni siquiera esta educación basta para garantizar el orden, por lo que nadie en sus cabales confía la moral a la espontaneidad, ni reduce lo psicológico a lo fisiológico, lo cual sí hacemos con la mera salud. Así, la naturaleza cede ante el imperio de la voluntad, que en nuestro caso es voluntad corrompida, voluntad frustrada. Si nuestros genes, a la hora de conservar nuestro vigor o permitir nuestra reproducción, errasen tanto como nuestras voliciones en acertar lo que nos conviene, habríamos desaparecido de la tierra casi antes de empezar a ser. Luego no por disfrazar al buen salvaje de chimpancé son más creíbles los delirios de esta doctrina que, excediendo toda competencia científica, los neodarwinistas se han arrogado.

La justicia sentida por el hombre no puede estar en él más que de un modo muy imperfecto, a la vista de sus extravíos. No está como la sangre en los vasos y los nervios en los tejidos, sino como la música en el oído o la tinta en el papel. Está impresa en nosotros como una naturaleza previa a la propia naturaleza. El deber, aun escrito con caracteres precisos, puede leerse mal y deformarse a través de mil retorcidos prismas. Puede ajarse la palabra inmortal en la materia caduca. Sin embargo, incluso el error que ocupe su lugar gozará de las prerrogativas del oráculo, pues toda moral, verdadera o falsa, es absoluta. El consenso, lo relativo, está determinado por la moral, lo categórico. Una asamblea no puede convencerme de que lo blanco es negro si no lo creo yo antes. El consenso no es logos, el consenso es nomos; la razón siempre precede al acuerdo. Ahora bien, ¿quién no estará de acuerdo consigo? Y aunque delibere antes en mi fuero interno, ¿de qué lograré convencerme que no supiese y aceptara ya? Dios irradia el universal en mi mente y permite que oscureciéndolo sea yo un extraño en mi propia morada.

domingo, 14 de noviembre de 2010

La moral atea




No se abomina del cristianismo ni por sus dogmas ni por su organización. Se protesta contra él porque humilla sentirse juzgado. Si la religión careciese de moral, o se acomodase a la de todos, el ateísmo no existiría.

Cuando un cristiano obra mal, o no obra cuando debe, o lo hace con intenciones aviesas lo primero que cabe llamarle es hipócrita. ¿Cuántas veces se nos ha acusado de serlo? Reconócese de esta manera que la religión, a diferencia del ateísmo, concierne a la humanidad y no sólo al individuo. Puesto que ser cristiano es también ofrecerse al prójimo, el cristiano que no se ofrezca será un falsario. Mas no llamaremos del mismo modo a un ateo egoísta, toda vez que no abandona la coherencia respecto a sus premisas.

Admito que puede haber ateos tan escrupulosos como el más recto de los creyentes, pero lo serán por tener buen natural, o tal vez por emulación y por costumbre. Todos nuestros razonamientos morales son confusas inferencias empáticas si no se contrastan con la noción de un deber objetivo, esto es, no derivado de la experiencia ni de los afectos de dolor o placer. Siendo independiente de la realidad, como premisa mayor o de derecho de todo silogismo moral, tal deber objetivo ha de considerarse superior a la naturaleza. Sin premisas inalterables es imposible llegar a una conclusión cierta.

Quizá el ateo tenga principios morales, pero no tiene ninguna obligación de obedecerlos: lo hará a placer o a conveniencia, y los cambiará cuando estime oportuno. El deber objetivo carece de efectividad sin un tercero superior que lo garantice, de modo que allí donde no alcance el poder de éste, todo está permitido. En suma, si no hay capricho ni coacción, sólo puede haber un mandato inmutable al que se sigue porque es verdadero; y a esta fidelidad la llamamos religión.

Por su parte, el primatólogo de Waal intenta reducir la moral a pulsiones instintivas, cosa que ya se intentó en tiempos de Nietzsche. Sin embargo, una moral basada en lo inmanente de la experiencia interna es en extremo falible, en la medida en que una pulsión puede ser sustituida por su contraria y tornar la simpatía en antipatía. Si la bondad depende del estado de ánimo, habrá infinidad de ocasiones en las que quepa ser pérfido.

La realidad en la que el ateo fundamenta su moral es el propio "yo", que más que realidad es fantasma y espejismo. En este sentido, todo le cuadra cuando de él se trata y carece de objetividad para censurarse; es juez y parte, y por tanto juez prevaricador. Aunque conozca y apruebe determinados deberes, podrá evitarlos con la misma soberanía con que se comprometió a cumplirlos. No necesitará una razón para eximirse, así como no la necesitó para obligarse. Ahora bien, negar algo con el entendimiento equivale a negarlo en la práctica. Así, se confiesa ingrato quien niega que siempre debamos ser agradecidos, es decir, quien rechaza que haya una razón inconmovible para estimar siempre y en todo momento la gratitud. Es difícil imaginar dónde reside esta razón en un mundo perpetuamente fluctuante y sin Dios.

jueves, 11 de noviembre de 2010

Ahumanismo




Dawkins atina muy a pesar suyo al desvincular el ateísmo de la moral, sosteniendo que aunque Hitler o los mayores tiranos de la tierra no hubieran creído en Dios, tal no habría conllevado mácula alguna para la condición atea. Demos esto por cierto y reparemos en sus implicaciones lógicas. La primera y muy obvia es que la inversa ha de ser verdadera en idéntico grado. Así, cualquier hombre bueno, y con más razón cualquier héroe, lo es independientemente de su ateísmo. El ateísmo no toca al ser humano más de lo que toca al ser canino o al ser porcino, y por tanto no puede declararse nunca humanista sin mentir contra su propia conciencia. Ateo es quien cree en un determinado cosmos (ingénito) y en una determinada naturaleza (autosubsistente), no en un determinado hombre.

La segunda implicación es que nuestra especie carece de una bondad innata, grabada en sus genes fruto de la ventaja que la selección natural otorgaría a la perpetuación de las pulsiones empáticas. El buen salvaje ajeno a la religión y el ateo homicida están desconectados por igual de las premisas del creyente, siendo así que tienen móviles perfectamente naturales para actuar de modos por completo opuestos. Uno ayudará a su prójimo para satisfacer su instinto, y el otro lo aniquilará para dar gusto al suyo. No se apelará en ningún caso a realidades extraempíricas ni éstas tendrán influencia, siquiera imaginaria, en las mentes de quienes prescinden de unas tales nociones. Por ello, no a lo humano o a lo divino, sino sólo a lo natural cabrá atribuir tanto lo bueno como lo malo derivados de nuestro obrar.

Podría decirse, recordando a Laplace, que el ateísmo descarta al hombre, convertido en hipótesis innecesaria.

jueves, 4 de noviembre de 2010

La navaja contra Mill




No puede haber un discurso científico sobre el mal.

Hablar del bien o el mal del hombre, esto es, del bien o el mal relativos a la especie humana o a cualquier otro concepto universal, que suponga una multiplicidad de seres, conlleva pronunciarse sobre los fines comunes a todos los elementos implicados. Pues, si no hay comunidad de fines, bien y mal no son sino palabras vacías más allá de las singularidades subjetivas que denotan, como quiere el psicologismo. Bajo estas coordenadas, nos está vetado el juicio sobre lo bueno y lo malo en términos colectivos, ya que de una relación de semejanza no se deduce una de identidad. Así será mientras no sepamos discernir los deberes -idénticos para quienes están sujetos a ellos- de las meras pulsiones.

Con más razón, por cierto, nos abstendremos de calificar la bondad o maldad del universo, siendo éste la mayor colectividad existente y el conjunto más amplio de todas las cosas conocidas. Por tanto, queda Dios absuelto de responsabilidad y se torna inmune a las extravagantes críticas que, emulando a los maniqueos, los ateos formulan cuando pretenden ocuparse del problema del mal.

Mas, si se quisiera sobrepasar los propios límites metodológicos y establecer una definición del bien como general happiness o el máximo bienestar del mayor número de individuos, al modo de Stuart Mill, sería fácil mostrar que jamás se dan ni este máximo ni esta mayoría, salvo tal vez en la imaginación de utilitaristas y socialistas. En efecto, la felicidad así entendida -a la que con más finura cabría llamar simplemente alegría, como hicieron algunos estoicos- no tiene un objeto fijo, al carecer de fin estable, y por tanto tampoco una medida. De suerte que, mientras que la felicidad strictu sensu se realiza e incrementa cuando alcanza su meta, la alegría, que es sucedáneo de aquélla para las bestias y los estúpidos, se extingue y revierte en su opuesto tras la náusea que experimentamos al saciarnos.

Por otro lado, tampoco procede hablar de una sola mayoría de bienaventurados a la que dirigir lo bueno, sea lo que sea esto. Hay, por el contrario, infinitas combinaciones concebibles en las que el mayor número de hombres esté satisfecho en detrimento de la menor parte de ellos. Sin embargo, sólo unas pocas resultan compatibles entre sí. Verbigracia, casi todos aprecian los honores recibidos, muy particularmente cuando se consideran dignos de los mismos. Sin embargo, también la mayoría suele ceder, si se sabe impune, a placeres poco honorables y peligrosos para su reputación. ¿Cuál es, pues, la mayoría universal de hombres felices a la que se refiere Mill: la primera o la segunda? Ambas son posibles y se excluyen mutuamente.

No cabe, entonces, que haya moral sin una idea de deber válida objetivamente considerada. Ésta no dependerá ni de nuestro placer ni, en ocasiones, de nuestra conveniencia o conservación; por tanto, tampoco de nuestro cerebro ni del azar genético. Lo bueno y lo malo se establecerán en función de los fines asignados a determinadas colectividades, puesto que, haciendo abstracción del mundo, es tan imposible cometer una inmoralidad contra uno mismo como robarse la cartera. Estos fines se valorarán a su vez en atención a fines supremos, estimados buenos por su propia virtud, a saber: ser benéfico, evitar la ingratitud, no perjudicar a nadie y dar a cada cual lo suyo.